sábado, enero 12, 2002

Hace aproximadamente un año que murió el mando a distancia de mi televisor. Fue enterrado, sin pompa ni boato, en el cajón de las cintas de vídeo rotas (esas que conservamos por si algún día se arreglan solas). ¡Ningún apego a las cosas materiales! me dijeron de nene... así que no lloré. Traté de olvidarlo, pero no pude, pero no quise. Lo echaba tanto de menos... Sobre todo viendo esas pelis en las que constantemente varía el volumen dependiendo de si se trata de una frenética y ensordecedora persecución o si por el contrario prácticamente hay que leer los labios de los protagonistas en la siguiente secuencia. Lo echaba de menos... sí. Sobre todo cuando estaba bien tiradito en el sofá, calentito, amodorradito... y llegaba la publicidad y te apetecía hacer zapping y alcanzar la tele era empresa arduo jodidilla: te levantabas renqueante; cambiabas los 67 canales de la tele (en cuclillas, eso sí); no había nada; volvías a poner lo que estabas viendo... Total: un viaje pa na.
Nuestros mayores dicen que somos unos cómodos y unos vagos y bla, bla bla... Ayer, desoyendo el consejo de los mismos y tras 365 "mañana voy", por fin me hice con mi mando. Así que hoy, con el poder que el mismo me otorga proclamo a los cuatro vientos y a los siete mares y a los cuarenta ladrones que donde esté un buen mando a distancia... que se quite la tele. Ahí queda eso.

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