viernes, diciembre 21, 2001

El sorteo de Navidad es el peor del año. Es el que menos reintegros tiene y el que menos premios -en número- reparte; en el que menos posibilidades tienes de que te toque algo. Eso decía un tío abuelo mío. "La gente es que es muy burra; es mucho mejor jugar a El Niño o a cualquier otros sorteo del año. Además, los piden a Madrid, creen que es más fácil que te toque si compras allí. Claro, como allí se juega más... ¡pero si da igual un número que otro!", solía refunfuñar en las cenas de la tercera semana de diciembre. Javier, que así se llamaba mi tío abuelo, todos los años se gastaba más de treinta mil pesetas en el sorteo de Navidad: compartía un número entero con su amigo Luis, el óptico, -quince mil del ala cada uno-, diez décimos traídos de la Puerta del Sol, y compraba décimos y participaciones de la mitad de los bares de la ruta de los vinos.
En el colegio, el último día del primer trimestre sólo teníamos clase por la mañana. Volvíamos a comer a casa. Poco antes de las dos, yo bajaba corriendo las escaleras del autobús en la iglesia de San José y subía impaciente a casa. Allí, en el salón, estaba mi tío Javier con su bata roja, sus zapatillas marrones de piel, su bolígrafo Parker plateado y un montón de papeles con números desplegados encima de la mesa. En la tele, un par de niños repeinados nos gritaban que por fin habían llegado las Navidades.

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